Romper el marco de la distopía

Sara Bamba
11 min readApr 12, 2021

Tengo muy pocos recuerdos de mi infancia, casi ninguno, en realidad, pero hay dos, solo dos, que puedo evocar hoy mismo con la nitidez de un espejo recién limpio. Un recuerdo es de entrada y otro de salida. Quizá porque me gusta redondear hasta mis propios recuerdos, no vaya a ser que no cierren bien. Uno es aquella campaña antidroga en la que un gusano se introducía por la nariz de una persona. No sé, hay algo de esa imagen que me perturbó durante mucho tiempo. Algo oscuro, turbio. Aún estaba en mi cabeza toda esa poética ochentera que se creó en torno a las jeringuillas en los parques, así que mi construcción mental sobre las drogas era un monstruo de mil cabezas que lo aniquilaba todo a su paso. De hecho, estuve teniendo pesadillas durante meses después de ver cada día ese anuncio en televisión. Me visualizaba tirada en el suelo, muerta, llena de gusanos. Siempre fui muy de dramas, esto también es verdad.

El gusano en cuestión.

Ese es el recuerdo con entrada. El recuerdo con salida es más amable. Mi padre me dijo un día que podía hacer que apareciese en su oreja un caramelo. La primera vez que me lo dijo, no lo creí, claro. Entonces, me miró fijamente, como dejando un espacio para el milagro. Un milagro que no llegaba. De repente, se llevó la mano a la oreja y en un movimiento muy rápido, sacó un caramelo de su oreja. En aquel momento, para mí hubo una verdad incuestionable: mi padre era un mago. Muchos años después, mientras preparaba un examen, leí esta misma frase en la primera página de El sur: “Pensaba entonces que tú eras un mago y que los magos eran siempre grandes solitarios”. Ahí mismo supe que aquella verdad me había acompañado durante muchos años sin apenas haberla cuestionado. También entendí que mi padre era un solitario, pero esa ya es otra historia. Y sí, asumí la magia como verdad absoluta, incuestionable.

El sur. Víctor Erice. El padre mago.

Y es que los mecanismos de la ficción son infinitos, perversos, apasionantes. Y con ellos construimos nuestras vidas, nos construimos y construimos las vidas ajenas. En el pacto ficcional que hacemos con la persona que nos cuenta una ficción, hay algo básico que es la suspensión de la incredulidad. Es decir, admitimos que lo que ocurre es real porque si no, no hay ficción, no hay historia, no hay nada. Cuando era una niña ni siquiera tuve que suspender la incredulidad porque para mí no era ficción lo que estaba ocurriendo, aunque, en realidad, lo fuera. Como los Reyes Magos, pues igual. El pacto siempre puede romperse, claro. Puedo salir de esa ficción cuando quiera, puedo cuestionarla, pero entonces, la historia termina, como cuando recoges el árbol de Navidad y vuelves a la terrible realidad del 7 de enero, sin purpurina ni espumillón. Y hay algo de vacío ahí, algo de decepción. El hueco que deja una historia que ya no existe, que no era real. Por eso cuando leemos un libro o vemos una película, aceptamos ese pacto y disfrutamos, y puede quedarnos un vacío porque seguramente echamos de menos a los personajes cuando se marchan, pero no es el vacío de aceptar que no fuera real. Ese es otro vacío. Ese vacío es más jodido.

Últimamente, no hago más que preguntarme si la segunda vida que desarrollamos en el universo digital es real o si hemos suspendido la incredulidad y vivimos en una ficción que aceptamos como verdadera y si una de las principales narrativas es la que construimos sobre nosotros mismos. Puede una diferente para cada red social, lo que es agotador y exige mucha dedicación, inventiva, verosimilitud, coherencia. O no. Igual que las personas que hablan en diferentes idiomas y que de manera natural adquieren distintas personalidades en cada idioma. También me pregunto si no salimos de ese universo porque no queremos admitir que quizá no es real y no podemos aceptar el vacío de después.

Hace poco hice un experiemento y dejé de usar las redes sociales durante dos semanas. Ni un solo post ni un solo like ni un solo corazoncito. Fueron, creo, las dos semanas más tranquilas para mi mente en los últimos meses. Leí más, vi más pelis, empecé a notar que mi pensamiento empezaba a comportarse de forma diferente. Y también tuve síndrome de abstinencia, eso seguro. Después volví sin casi darme cuenta, primero poco a poco, luego refrescando una y otra vez las páginas, como en un bucle sin fin. Me he vuelto a plantear de nuevo no entrar en redes sociales, pero ahora durante un mes, por ejemplo, a ver qué pasa. Y no lo hago. Porque el trabajo. Porque las personas con las que me relaciono por allí. Porque me entero de muchas cosas. Y puedo seguir. Tengo miles de razones. A veces pienso que soy adicta. Y me asusto. Y no lo vuelvo a pensar más. Por si acaso. Cuando reflexiono sobre las distintas personalidades que adopto según la red social, también me asusto, porque desdoblarme tanto me desequilibra.

El libro de Asimov.

Una vez leí en un libro de Asimov, que en el siglo XIX se demostró que modificando de cierta manera los axiomas de Euclides se podían construir otras geometrías. A partir de ese momento, ya no se preguntaban cuáles eran las geometrías verdaderas sino cuáles eran útiles. Esto me parece maravilloso porque lo resume todo. Ahora mismo ya no tiene sentido preguntarse cuál de estas personalidades es la verdadera sino cuál resulta útil para nuestra profesión, nuestro status, para la versión que queremos dar, para las marcas o para las personas que nos rodean. Se ha acuñado el término “síndrome del impostor”, algo que parece bastante evidente y plausible en el caso de las mujeres, muchas veces invisibilizadas en sus profesiones, que cuando consiguen según qué logros creen no merecerlos y estar ocupando un lugar que no les corresponde. Me pregunto si no puede haber una variante de este síndrome que no tiene ver con cuestiones de discriminación y que aparece porque al construir consciente o inconscientemente la imagen que proyectamos en el universo digital, quizá somos alguien que no somos realmente o que simplemente parece que somos, pero sabemos que no somos realmente y no podemos huir de esa certeza. Solo de pensarlo siento ansiedad. Un montón de doppleangers nuestros sueltos por ahí, creciendo, interaccionando, generando una ilusión de algo que somos, pero que, quizá, no somos.

Vivimos consumiendo en Twitter información concentrada, procesada y sintetizada en 140 caracteres, es decir, consumimos pensamientos de otros, ya elaborados, para no tener que elaborarlos en nuestra propia cabeza. Emitimos muchas opiniones en muy poco tiempo, sin ni siquiera tener tiempo para reflexionarlas. Nos hace bien pensar en conspiraciones o en gurús de cualquier tipo, cualquier cosa que nos evite pensar en el libre albedrío. Consumimos a diario odio, insultos, noticias falsas. Vemos con fruición el éxito de los demás mientras asistimos a nuestro fracaso diario porque nunca seremos tan excelentes como el resto, nunca.

Esat soy yo, pero no soy yo porque el filtro de Instagram me ha convertido en una persona que no soy porque esa no es mi cara. Eso sí, los granos que provocan las mascarillas, esos no los quita.

Contribuimos al extrañamiento con el uso de filtros en Instagram y en nuestras fotos, con la obsesión de no mostrarnos como somos realmente, y tratamos de mejorar, de alcanzar la perfección. Una especie de eugenesia donde todas las caras se parecen, lo que deriva en una obsesión por la cirugía para parecerse a esa imagen que hemos creado y que tenemos que mantener cuando salimos del mundo digital. Una fijación por los rasgos perfectos, simétricos, por eliminar el error, la arruga, lo vivido. Me pregunto muchas veces por qué hay que ocultar los signos de la edad hasta la extenuación, por qué yo misma odio que me salgan nuevas arrugas, por qué no las quiero en mi cara, por qué me veo arrastrada por esa obsesión. No sé si porque eso me acerca a la vejez y a la muerte, a la única verdad donde no hay que suspender la incredulidad, donde la verosimilitud y la coherencia son como una bofetada. No sé tampoco si de unos años a esta parte nos hemos infantilizado tanto como sociedad que no soportamos mirarnos al espejo y sabernos más cerca cada vez de la muerte. Aunque igual es muy naive pensar que es de unos años a esta parte.

Fedora, la maravillosa película de Billy Wilder.

Hace poco vi Fedora y ahí estaba todo ya. Y tiene más de cuarenta años. Quizá ahora está amplificado, globalizado, accesible, sobrevolando, metiéndose dentro de nuestra concepción de la realidad. Pero de qué realidad. La realidad de la fama global, de la representación, como la llamó Vinterberg en una entrevista que le hicieron por el estreno de Otra ronda (¿El cine imita la realidad o hemos construido nuestra vida a su imagen y semejanza? ¿de igual modo con las redes?). Una fama que se presenta como una especie de lugar al que llegar, como un deseo de existir para el mayor número de personas.

Es cierto que esto no es algo nuevo. Solo hay que pensar en el concepto de la fama en la literatura medieval, por ejemplo. Tampoco es nueva la dicotomía de lo público y lo privado, y siempre pienso para esto en El público de Lorca: “Si el actor tiene herramientas no está desnudo en escena, pero si no las tiene, es el público el que te juzga, entonces está desnudo”. Ya estaba todo antes de hoy. Sin embargo, tengo la sensación de que ahora se ha creado la ilusión de que la fama es alcanzable para todo el mundo y la frontera de lo público y lo privado no existe cuando se trata de trascender. Pero es imposible, claro, somos muchos millones de personas queriendo ser famosas, lo que genera mucha frustración porque, en el fondo, sabemos que la fama y el éxito no llegarán para todo el mundo. ¿Pero qué es la fama y el éxito hoy? ¿Qué haríamos por conseguirlos? ¿Hasta dónde podemos llegar? ¿Cuándo termina todo esto? Cuando consulto mis redes sociales me respondo un poco, pero no demasiado.

Primera edición de Gran Hermano.

Nunca olvidaré lo que sentí cuando se emitió la primera edición de Gran Hermano, me parecía marciano meternos en la vida de la gente así, algo obsceno. Ahora ni me lo planteo. Solo pienso si es que todo esto es un progreso que no entiendo, si soy demasiado mayor o si es que estamos tan dentro del marco de la distopía que ni siquiera podemos verla. Hace años ya que en sociología y teoría de la comunicación se habla del framing, el encuadre que hacemos de la realidad que nos rodea y que nos condicionan social y moralmente, por ejemplo. Ervin Goffman fue uno de las primeras personas en acuñar este concepto y ya habló de la vida como una puesta en escena continua, pero no vivió lo suficiente como para saber que esa puesta en escena se iría multiplicando en una compleja red de cajas chinas narrativas diseminadas por las diferentes redes sociales y aplicaciones. También enunció la posibilidad de “romper el marco”, transgrediendo convenciones o estructuras que aceptamos por verdaderas o únicas. Últimamente no dejo de preguntarme si nos es imposible romper el marco de esta distopía tan loca en la que vivimos y a la que hemos llegado, precisamente, por el libre albedrío. No hay nadie detrás moviendo los hilos, ese es el tremendo vacío. Si hay algún hilo, seguramente sea el I+D de las empresas que se ocupa de buscar rutinariamente estructuras digitales más adictivas que hagan que el mercado no deje de seguir generando dinero.

Un mundo feliz. Aldous Huxley.

Hace poco leí el prólogo de Un mundo feliz que Huxley escribió en 1947, 15 años después de la primera edición del libro. Si podéis, por favor, leedlo. Es para darle al copy paste y directamente ponerlo entero porque, por supuesto, no puedo decir nada que él no dijese mejor y hace ya casi cien años. Solo quiero dejar aquí este párrafo, que me voló la cabeza: “Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre”. Y es que esto ya no va ni siquiera de política cuando hablamos de estados totalitario, esto seguramente es una cuestión de dinero y más dinero.

Si trato de ser objetiva, también veo aspectos positivos en nuestra segunda vida digital de las redes, pero, sinceramente, después de mucho pensar, no superan al resto de cosas que me asfixian, me angustian y me hacen sentirme dentro de una especie de locura colectiva. Ni siquiera recuerdo cuando no existían las redes sociales. Es algo así como lo que pasa con la oxitocina, que te impide recordar con claridad el dolor del parto y el mal rato del embarazo para que no se extinga la especie, para que vuelvas una y otra vez. No sé si la oxitocina digital lo que busca es justo lo contrario: que nos extingamos de una puñetera vez.

El mago de Oz. Victor Fleming.

Pienso mucho en Judy Garland y en el brillo de sus zapatos rojos, en los colores de Oz y en que el gran Mago de Oz es pensar que no podemos estar sin tener presencia en redes sociales, sin guiarnos por sus tendencias, sin pertenecer, sin figurar. Pienso también en el gusano de mis pesadillas y lo visualizo dentro de mi cerebro, alimentándose de mi atención, mi ansiedad, mis miedos y mi frustración. Os dije que soy muy dramática, pero ahora no es tanto el drama como la lucidez. Creo. Sé que hay veces que no elijo hacer según qué cosas y el hecho es que no dejo de deslizar el dedo por una pantalla, como un autómata. Consumiendo microcontenidos, uno detrás de otro. No puedo obviar que, en cierto modo, hay algo que escapa a mi control y que repercute muy negativamente en mi vida. A eso ya se le ha puesto un nombre, no hace falta que lo ponga yo. De hecho, y para terminar de construir la paradoja, este artículo lo voy a publicar en mis redes sociales, claro, no estoy libre, no hablo desde una atalaya.

Sin duda, hay algo económico (quizá lo único) que subyace a toda esta locura, pero también hay algo que demuestra que existen dos aspectos inherentes a cualquier momento o época: odiamos la soledad y necesitamos el relato. O necesitamos el relato para no sentir la soledad. O todo a la vez. Y ahí es donde se produce la adicción.

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