Placer, Lisa Simpson, Laura Palmer, Twitter y los primeros pecados

Sara Bamba
4 min readJan 23, 2019

De pequeña me inquietaba no poder opinar cuando en casa hablaban de asuntos de mayores. Nunca llegué a entender bien qué eran los “asuntos de mayores”, pero sí sabía reconocer lo que pasaba cuando aparecían: personas mayores que bajaban la voz, gestos serios y, en ocasiones, palabras en clave. Misterio y falta de transparencia. Macroestructura. Y también fascinación y curiosidad como guinda del pastel.

No entender ese lenguaje misterioso se relacionaba directamente con no poder expresarme acerca de lo que pasaba a mi alrededor. Aunque fuera consciente de ello, o quizá inconsciente. Es muy probable que tuviera una opinión o muchas, aunque ahora no sea capaz de recordar ninguna con claridad.

Ese sentimiento de exclusión me hizo encontrarle el gusto a acceder a contenidos audiovisuales para mayores. Así intentaba desvelar el misterio y creaba una pequeña estructura en la que poder entender algo. Eso implicaba una transgresión y también un cierto alivio a la sensación que provocaba no poder expresarme (ex presar, presionar para sacar algo hacia fuera, ojo ahí.). Y también implicaba, sobre todo, un acceso a un lugar al que no se me permitía entrar.

Así que, empecé a desarrollar un pequeño placer en explorar lo prohibido como posibilidad de transitar un camino que no estaba reservado para mí, por alguna razón que yo aún no comprendía.

Recuerdo perfectamente cuando estrenaron Los Simpsons. Yo debía de tener 9 años. Vi en la tele el anuncio de su estreno y manifesté abiertamente mi deseo de verlo. Mira, opinión no sé, pero deseos sí tenía. Quizá sea lo mismo, no lo sé. Mi madre tardó muy poco en reaccionar: “Esos dibujos no son para niños”. Lo dijo así. En los ochenta no había lenguaje inclusivo.

En mi conocimiento del mundo, los dibujos animados eran a la infancia lo que mi madre a la autoridad, por lo que esa afirmación contribuyó más todavía a la debacle de mi percepción del mundo. El primer capítulo de Los Simpsons lo vi con 15 años y entendí la advertencia de mi madre, no por ser cierta, sino por ser correcta. Inmediatamente me fijé en Lisa Simpson. Ahora me siento mucho más identificada con Barney Gumble.

Después de mi fracaso con las criaturas de Matt Groening, llegó el acontecimiento audiovisual que revolucionó la televisión y mi mundo mental para siempre: Twin Peaks.

No iba a fracasar una segunda vez. Tenía que conseguir que David Lynch se colase en mis retinas, como fuera. Ideé un plan perfecto. Descubrí que si dormía en casa de mi abuela, por la noche podía verlo a escondidas. Y funcionó. Hasta que me pillaron. Sin embargo, fue suficiente para experimentar lo que pasa cuando accedes a lo prohibido.

Fue extraño adentrarse en ese mundo de imágenes y más extraña la sensación de miedo por la identificación con Laura Palmer porque podría pasarme a mí. No, eso no es cierto, acabo de descubrir que jamás pasó eso con Twin Peaks, el terror llegó para mí con la retransmisión de los crímenes de Alcasser muy pocos años después. Aquello sí fue real y terrorífico. Y no tuve ningún impedimento para verlo.

Realmente, ver algunas imágenes robadas de Twin Peaks no me sirvió para ejercitar el músculo de la opinión, no se lo conté a nadie, pero sí pude satisfacer un deseo. Quizá sea lo mismo, no lo sé.

Vuelvo de nuevo a la opinión como herramienta y como misterio. Doy un dato nada más: hay quien relaciona la etimología de opinión con una raíz indoeuropea que también habría dado lugar al verbo optar, es decir, elegir, desear. Y si pudiéramos demostrar que el origen fuera ese, tendríamos una excelente clave: el deseo. Lo sabía. Un deseo de pertenecer y tomar partido por algo. El deseo como herramienta clave y pieza indispensable. La obtención del placer, inmediato si puede ser. Opinar para obtener amor y… odio, por qué no. Para gustar, para gustarnos, para descifrar el lenguaje oculto de los asuntos adultos. Para disfrutar de la dopamina.

Por eso quizá no querían compartir su parte del pastel. Puede que para no perder su poder, el que te confiere la información y la posibilidad de decidir sobre lo que es bueno o malo para el resto de personas. Antes se decidía sobre la infancia y las personas muy ancianas, ahora es sobre el mundo en general. Quizá solo fuese el instinto de protección. Habría que saber qué creían proteger y qué pretendemos proteger ahora.

Así que, puede que experimentemos un secreto y muy gustoso placer en ser kamikazes de la opinión y no solo para transgredir y experimentar el peligro sino para pertenecer y tener el acceso a lo prohibido. Y para proteger, parece. No sabemos a quién de qué.

Ahora las personas adultas siguen opinando en la privacidad de los gobiernos, de las grandes corporaciones y de las cadenas de televisión mientras el resto de los humanos dormimos en casa de la abuela y accedemos al mundo por una rendija, por la de Twitter, por ejemplo, o por la de Instagram donde ya todo queda a la vista. Y nos insultamos, nos partimos el pecho como en el patio del cole para defender nuestra opinión, para luchar por nuestro deseo. Sin embargo, la puerta de la macroestructura sigue cerrada, aunque tengamos herramientas modernas que mantienen la ficción de que está entreabierta.

Una cosa os digo: yo por David Lynch me sigo partiendo el pecho donde sea y mi hija de cuatro años ha visto algún capítulo de Los Simpsons. Le encanta cuando Barney Gumble se tira un eructo. Y ahí, de repente, nos encontramos y nos comemos el pastel juntas.

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